“Del legajo se cayó una tarjeta postal, la recogió del suelo. Una imagen en blanco y negro gastada por el tiempo, el uso, el manoseo. Pero Mercedes recordaba los colores del cuadro que reproducía. Me parece estar viéndolo, le había comentado alguna vez a Raquel. Alguna de las veces, a lo largo de los años, en que comentó con ésta –¿con quién si no?- las peripecias del viaje de novios de aquel verano, veinte años antes.
Se acordaba, es verdad.
Lo primero que en Nápoles llamó su atención, en el Museo de Capodimonte, fue la blancura nevosa de los hombros de Judit, sus pechos casi desnudos cuya belleza subrayaba la sombra que en el lienzo aislaba, realzándola, su mutua redondez.
En aquel cuadro Judit lucía un vestido azul, muy escotado. Pero ¿lucía realmente? Era el vestido, enefecto, de un azul poco lucido, poco reluciente, más bien apagado, como recluido en su propia densidad. No era un azul que reluciera sobre el lienzo, iluminándolo, sino que lo impregnaba, lo empapaba, difuminando por la superficie del cuadro una nocturnidad diáfana que se armonizaba con el sordo color rojo del vestido de la sirvienta de Judit, adecentado, sin escote ni hombros desnudos, ni senos sugeridos, mostrados en el caso de su ama hasta el borde mismo del pezón.
La sirvienta sujetaba a Holofernes mientras su señora lo degollaba limpiamente, o sea, de un tajo de su corta y ancha espada que podía calificarse de limpio por lo decidido, lo tajante, justamente, aunque produjera borbotones de sangre que ensuciaban las sábanas del lecho instalado en la tienda de campaña del general enemigo de los judíos.”
Este pasaje está extraido de Veinte años y un día, uno de los pocos libros que Jorge Semprún escribiera en castellano. Con motivo de su fallecimiento se ha publicado estos días un amplio recordatorio de su obra, escrita siempre alrededor de esa terrible experiencia que fue el internamiento en Buchenwald. En los próximos días iré poniendo entradas con entrevistas donde el propio Semprún cuenta mucho de todo ello; ahora me interesa hablar un poco de la pintura en sus novelas. El pasaje anterior nos remite a un cuadro de Artemisia Gentileschi que yo he visto en una copia de la propia Gentileschi que existe en la galería de los Uffizi en Florencia. El cuadro está, con buen criterio, en la misma sala que Caravaggio, con lo que uno puede ir a la galería de los Uffizi y darse el lujo de pasar todo el tiempo en una sola sala y disfrutar un buen rato.
Pero hay más pintura en la obra de Semprún. En “Adiós luz de veranos…” habla de su estancia en La Haya durante la guerra en España (su padre fue agregado cultural de la embajada o algo parecido). Cuenta que mientras su familia utilizaba la mañana de los domingos para ir a misa, él se escapaba para ir al Mauritshuis, un museo donde se puede admirar entre otras cosas a Vermeer. Yo leí esta obra cuando vivía en Holanda, precisamente cerca de La Haya, e imité más de una vez a Semprún acercándome en domingos lluviosos al Mauritshuis, desde entonces uno de mis museos preferidos.
Siendo ministro de Cultura tuvo el proyecto de juntar Velázquez, Goya y el guernica de Picasso, pero nunca lo pudo llevar a cabo. De ello habla largamente en Federico Sánchez se despide de ustedes. No voy a ponerme ahora pesado con hablar de la obra de Semprún, pero si el lector ha llegado hasta aquí y todavía no ha leido nada de Semprún, hago mía la recomendación aparecida el viernes en Le Monde y le empujo a empezar por La escritura o la vida. Yo empecé por ahí hace quince años y todavía leo y releo a Semprún.
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