Se oyó, en cubierta, un ruido de maderas
arrastradas. Los carpinteros, aprovechándose de que los caminos entre fardos
estuvieran despejados, llevaban unas tablas a la proa, seguidos de marinos que
cargaban unas grandes cajas, de forma alargada. Una de ellas, al ser abierta,
recogió la luz de la luna en una forma triangular, acerada, cuya revelación
estremeció al jóven. Aquéllos hombres, dibujados en siluetas sobre el mar
parecían cumplir un rito cruento y misterioso, con aquella báscula, aquellos
montantes, que se iban ordenando en el suelo –dibujándose horizontalmente–,
según un orden determinado por el pliego de instrucciones que se consultaba, en
silencio, a la luz de un farol. Lo que se organizaba allí era una proyección,
una geometría descriptiva de lo vertical; una perspectiva falsa, una figuración
en dos dimensiones, de lo que pronto tendría altura, anchura y pavorosa
profundidad. Con algo de rito proseguían los hombres negros su nocturnal labor
de ensamblaje, sacando piezas, correderas, bisagras, de las cajas que parecían
ataúdes: ataúdes demasiado largos, sin embargo, para seres humanos; con anchura
suficiente, sin embargo, para ceñirles los flancos, con ese cepo, ese cuadro,
destinado a circunscribir un círculo medido sobre el módulo corriente de todo
ser humano en lo que le va de hombro a hombro. Comenzaron a sonar martillazos,
poniendo un ritmo siniestro sobre la inmensa inquietud del mar, donde ya
aparecía algunos sargazos…
“¡Con que esto también viaja con nosotros!”, exclamó Esteban. “Inevitablemente
–dijo Victor, regresando al camarote–. Esto
y la imprenta son las dos cosas más necesarias que llevamos a bordo, fuera de
los cañones.” “La letra con sangre entra”, dijo Esteban. “No me vengas con
refranes españoles”, dijo el otro, volviendo a llenar las copas. Luego miró a
su interlocutor con intencionada fijeza, y yendo por una cartera de becerro, la
abrió lentamente. Sacó un fajo de papeles sellados y los arrojó sobre la mesa…
“Si; también llevamos la máquina. ¿Pero sabes lo que entregaré a los hombres
del Nuevo Mundo?” Hizo una pausa y añadió, apoyando en cada palabra: “el
Decreto del 16 Pluvioso del Año II, por
el que queda abolida la esclavitud. De ahora en adelante, todos los
hombres, sin distinción de razas, domiciliados en nuestras colonias, son
declarados ciudadanos franceses, con absoluta igualdad de derechos.” Se asomó a
la puerta del camarote, observando el trabajo de los carpinteros. Y seguía
monologando, de espaldas al otro, seguro de ser escuchado: “Por vez primera una
escuadra avanza hacia América sin llevar cruces en alto. La flota de Colón las
llevaba pintadas en las velas. Eran el signo de una Esclavitud que se impondría
a los hombres del Nuevo Mundo, en nombre de un Redentor que había muerto
–dirían los capellanes– para salvar a los hombres, consolar a los pobres y
confundir a los ricos. Nosotros (y volviéndose bruscamente designó el decreto),
nosotros los sin-cruces, los sin-redentores, los sin-Dios, vamos allá, en
barcos sin capellanes, para abolir los privilegios y establecer la igualdad.”
El párrafo anterior está sacado de El
siglo de las luces, del cubano Alejo Carpentier, una de las novelas
fundamentales de la literatura del siglo XX en lengua española. La acción
sucede justo después de la Revolución Francesa y el artefacto que se está
montando en el barco que va camino de América no es otro que la primera
guillotina que cruzó el charco. De los dos personajes que intervienen en la
conversación Esteban es un joven producto de la creación del autor, pero el
otro personaje es Victor Hugues, personaje real y olvidado de la Historia, hoy
recuperado parcialemente en gran parte gracias a esta novela de Carpentier.
A pesar de que en este diálogo Victor
Hugues se vanagloria de traer la abolición de la esclavitud, lo cierto es que
terminó por instaurarla de nuevo, de la misma manera que acabó siendo un cruel
Gobernador de la Guayana francesa. De él sabemos que nació en Marsella en 1762,
hijo de panadero, que se embarcó a los quince años en un barco corsario y que
hizo una pequeña fortuna en Santo Domingo, de donde fue expulsado por los
ingleses en 1792. Volvió a Francia arruinado y en 1793 fue nombrado acusador
público de los tribunales de Rochefort y de Brest. Tras diversas aventuras de
nuevo en Guadalupe, donde expulsó a los ingleses con la ayuda de los esclavos
(estos luchaban por la abolición de la esclavitud al fin y al cabo) y en Santo
Domingo, fue finalmente destinado en 1799 a la Guayana francesa. Allí encuentra
una colonia completamente arruinada donde casi nada funciona. Para sacar la
agricultura de la parálisis que supuso el fin de la esclavitud y con ello el
final de la mano de obra, Victor Hugues estableció un sistema de represión que
en nada tenía que envidiar al antiguo sistema esclavista. Finalmente acabó por
reestablecer la esclavitud en 1803, en tiempo ya de Napoleón. Con el tiempo
Victor Huges acabó dejando muestras de un ejercicio de poder arbitrario y
muchas veces cruel. Aunque tuvo que abandonar la Guayana en 1809 tras la
invasión portuguesa, volvió tras la invasión napoleónica de 1814 con el cargo
de Comisario del Rey para estudiar un acuerdo de frontera (el río Oyapock) con
Portugal. La vuelta de Hugues es traumática, pues no acepta ser un simple
ciudadano donde antes fue Gobernador. Prisionero entre 1816 y 1818, acabó ciego
y enfermo. Murió en Cayenne en 1826 y su tumba parece ser la más antigua del
cementerio de Cayenne.
Pocos son los libros que hablan de Victor
Hugues. Si bien la novela de Carpentier nos da una información bastante veraz y
el propio Carpentier cuenta en un epílogo la parte real y la imaginaria de su
novela, yo he podido completar lo que este cuenta consultando las “Chroniques
du cimetière de Cayenne” de Virginie Brunelot.
Para terminar diré que esta entrada está
en deuda con Eduardo Roser, quien hace muchos años, cuando acababa de llegar al
instituto de Yecla como profesor de Historia, tuvo un día a bien regalarme la
novela de Carpentier. Desconocido entonces para un lector imberbe como era yo
entonces, fue el primer libro donde oí hablar de la Guayana francesa y de
Kourou. He releido no se cuantas veces la novela, pero no podía dejar de
hacerlo de nuevo mientras he trabajado durante algo más de un mes en Kourou. El
personaje de Victor Hugues me ha perseguido de alguna manera durante estos años
y he podido cerrar esta llamémosle aventura completando su biografía con lo que
he podido encontrar en el libro de Brunelot.
Dejo aquí un vídeo con una de las
canciones que nombra Carpentier en El siglo de las luces, en la voz de Henri
Salvador.
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