“El gigante negro estaba erguido, junto a un piano de cola chocarreramente pintado en gris perla y oro por algún veraneante nuevo-rico, de los muchos que la guerra hubiese arrojado de esta costa, en medio de un escenario techado y de ancho alero, adosado a la playa de tal modo que sus luces no fuesen vistas desde el mar. Arriba, un letrero: THÉÂTRE HENRI BARBUSSE. Llenando una explanada tenida en la obscuridad (“no deben iluminarse amplios espacios como éste” –me explicó Jean-Claude, aunque ya yo hubiese entendido el porqué) se apretujaba un público en sombras donde pronto se advertían, sin embargo, las inmóviles blancuras de vendajes y enyesados junto al ambulante andamiaje de mentoneras, minervas, entablillados y cabestrillos. Pero, entre quietos y menos quietos, eran cientos los rostros tensos, convalecidos por el gozo, quienes miraban el gran retablo donde, al pie de la pantalla destinada a muy recientes proyecciones de Tchapaïeff, Los Marinos de Cronstadt o Tempestad sobre el Asia de Pudovkin, cantaba Paul Robeson el Magnífico, con su voz grave y corpulenta, brotada de la atlética anchura del pecho. Y la hermosa melodía de Show-boat que conocíamos todos, viniéramos de donde viniéramos, nos volvía a llegar esta noche, llevada en tiempo casi ceremonial, con el nuevo prestigio de un himno que hubiese nacido realmene en las riberas nutricias del Mississippi, en campos nevados de algodón, entre capillas de tablas donde sonaran celestiales charangas de harmonio, trompeta, saxo y banjo:
That Ol’Man River…
O brother,
don’t you weep,
don’t you pray.
Salvation isn’t coming that way.
All together
let’s press on the fray;
black and white,
will rebuild the world.
Y fue la impresionante antífona llevada por el negro de New Jersey con responso de los muchos que aquí hablaban o entendían el inglés –y me explicaba Gaspar, señalando hacia aquí o hacia allá, que con nosotros había gente de Jamaica, Australia, Canadá y Filipinas, y hasta surafricanos que, con su acción en las Brigadas luchaba, en frente distante, contra algo que llamaban apartheid, palabra desprovista, para mí, de todo significado… Pero pronto, fuesen de donde fuesen, todos los que me rodeaban, arrastrados por el ritmo, por la casi litúrgica repetición de una frase, se iban sumando al coro, por grupos, como un “amén” de oficio religioso:
Join in the fight,
-O negro comrade.
Join in the fight,
-O struggling comrade.
Join in the fight,
-O hard pressed comrade.
Join in the fight,
-And stand up straight now.
Join in the fight,
-The dawn is late now.
Join in the fight,
-We must not wait now.
Join in the fight,
-Black and white,
we’ll rebuild the world.
-“!Carajo! ¡Cómo canta el negro este!” –aulló Gaspar Blanco, cuando Robeson remato el “spiritual” a la vez agresivo, unánime y fuera de fronteras, con el re bemol grave que sobre la palabra “mundo” daba a su voz una resonancia de tubo de órgano en vasta nave de catedral fraterna, de donde negros y blancos hubieran de surgir para echar abajo las perecederas torres de Babilonia (y ahora cantaba Robeson algo que trataba de Babilonia, precisamente), tantas veces comparadas, en la moderna literatura norteamericana, con los rascacielos de Manhattan. Y el nuevo “blue” se nos volvía increíblemente bíblico, en este rincón de la costa española, evocando al David, vencedor de Goliath, que con su triunfante honda descornaría, de paso, al Becerro de Oro de Wall Street, acabando con todos los Leviatanes del universo. Y blancos y negros marcharían de concierto para edificar una Ciudad del Hombre, hecha a la medida del hombre, por siempre librada de harto exigentes Demiurgos, nunca saciados de laudes, hosannas y rogativas –O brother, don’t you pray. / Salvation isn’t coming that way…”
Esta larga cita es de La consagración de la primavera, de Alejo Carpentier, una novela que rinde de alguna manera un homenaje abstracto a la idea de revolución a través de las revoluciones francesa, rusa y cubana. Como en casi todas las obras de Carpentier la novela lleva al lector a mundos que pueden ser ajenos o desconocidos. En este pasaje yo escuché por primera vez hablar de Paul Robeson, un cantante inmenso del que, afortunadamente, nos han quedado algunas grabaciones. Lo más importante de su biografía está dicho en este extracto del principio de La consagración. Como el lector puede haber imaginado, la acción transcurre en el levante español en algún momento de la guerra española. Paul Robeson fue brigadista y ello, junto con su izquierdismo militante, le costó años despues algún disgusto con un tal McCarthy y su particular caza de brujas.