La foto si no recuerdo mal es de un
Goya recibido por Querejeta en la famosa ceremonia del No a la guerra y, cómo
no, él no pudo callarse e hizo uno de los llamamientos más dignos a parar la
barbarie. Hoy ya sabemos que no sirvió para nada pero que teníamos razón en que era una barbarie sin sentido.
Se han publicado muchas cosas estos
días; de las que he leído la que más me ha gustado ha sido la del siempre
certero David Torres en Público. La transcribo aquí para los perezosos que no
quieran pinchar el enlace para seguir después con el fragmento que he puesto
abajo de La caza.
« Para mí, Elías Querejeta siempre tuvo pinta de viejo rockero, un
guitarrista machacado por la mala vida, con la voz ronca, los ojos fatigados y
el cuerpo cargado de noches en blanco. Casi con toda seguridad es una imagen
falsa, pero algo había que hacer con un señor que se pasó toda la vida detrás
del escenario, entre tramoyas, moviendo los dineros y los hilos, haciendo
posible el misterio ése del cine que, en España, más que misterio es un puto
milagro. Las mejores películas de Saura, Erice y Chávarri se las debemos a él,
lo que es prácticamente decir media historia del cine español (coges a Buñuel,
a Berlanga y a Camus, y ya tienes la otra media).
Querejeta produjo muchas buenas películas pero, sobre todo, produjo tres
obras fundamentales para explicar el embrollo en que consiste España. Tres
películas extraordinarias, a la altura, para hacernos una idea, de Viridiana, El
verdugo o Los santos inocentes. Una, El desencanto,
el bárbaro documental de Jaime Chávarri sobre los Panero, la crónica de la
destrucción de una familia a manos de un padre brutal, falangista y poeta, la
condena del artífice martirizado desde la cuna, el crecimiento de tres
monstruos geniales en un laboratorio de Astorga. Dos, El espíritu de la
colmena, una película tan bella, tan sutil, que no parece de este mundo, y
donde la sombra de Frankenstein planea sobre una niña prisionera en una España
de cuento. Tres, La caza, donde cuatro amigos, tres viejos
camaradas franquistas y un chaval joven se van de cacería a un infierno en
Toledo y acaban matándose a tiros entre ellos.
La caza es una película de una violencia tan salvaje y tan física que, hoy,
medio siglo después, te sigue revolviendo en la butaca. Lo que hizo Saura, con
ayuda del guionista Angelino Fons, de un puñado de actores sobrenaturales y de
una tétrica percusión de Luis de Pablo que ella sola te saca de quicio, es
condensar la guerra civil española en hora y media. Rodada en los montes de
Toledo, en un blanco y negro deprimente, con el celuloide ardiendo en un calor
intolerable, es una cinta que huele a sudor agrio, a escabechina, a madrigueras
rancias, a alcohol y a pesetas sobadas. Los personajes van rumiando agravios,
hirviendo en el jugo de su propio rencor hasta que de repente todo estalla en
una balacera final que se cuece bajo un sol demente. Parece mentira que una
masacre tan depurada, tan recia (no conozco una sola cinta parecida en toda la
historia del cine; si acaso, Perros de paja, de Sam Peckinpah)
fuese prácticamente la primera producción de Querejeta. En La caza,
como en El espíritu de la colmena, como en El desencanto,
se muestra la otra cara de España, la de las pinturas negras de Goya.
Entonces es cuando
recuerdas que vives en un país gobernado por chulos de pueblo, por señoritos de
mierda con gomina en el alma, por banqueros zampabollos, por analfabetos con
rolex que dicen que subvencionar películas es subvencionar mamarrachadas. Son
los mismos productores absurdos y paletos que han despilfarrado toneladas de
dinero público en aeropuertos vacíos, en estafas andaluzas, en pistas de
carreras, en olimpíadas que no llegan nunca, en misas con botellón, en cacerías
de elefantes, en una boda en El Escorial que, de haberse rodado en cinemascope,
hubiera dado, como mucho, para una tragicomedia atroz, mitad de gangsters,
mitad de zombis. Un país que, en lugar de Hollywood o Cinecittà, ha levantado
el Valle de los Caídos, en vez de al cine está condenado por los siglos de los
siglos al canibalismo, al aquelarre y al arte rupestre. »
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